Los tiempos de la guerra: apuntes sobre el [no] fin del conflicto armado interno

Los tiempos de la guerra: apuntes sobre el [no] fin del conflicto armado interno

Mario R. Cépeda Cáceres[1]

Docente Contratado en la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP).


Eran los últimos meses de gobierno militar en el Perú, el país se disponía a regresar a la democracia luego de doce años, cuando el Partido Comunista del Perú-Sendero Luminoso (PCP-SL) inició su lucha armada quemando las ánforas electorales en Chuschi, Ayacucho. Como una paradoja del destino, doce años más tarde, en 1992, volveríamos a perder la democracia en el golpe de Estado impulsado por Alberto Fujimori con la excusa de frenar el avance de las fuerzas subversivas y pacificar el país. Tardaríamos ocho años más en volver a la democracia, y tres años para conocer lo ocurrido en las últimas décadas del siglo XX —para saber que cerca de 69 0000 peruanos y peruanas fallecieron en el peor conflicto armado de nuestra historia republicana—.

La guerra interna ha marcado de manera profunda el devenir de nuestra democracia y vida política hasta el día de hoy. Carlos Iván Degregori[2] reflexiona sobre la década de 1990 como la década de la antipolítica, es decir, como el tiempo en el que lo público fue satanizado, el interés por lo colectivo desde la institucionalidad resultaba ineficiente y hasta incómodo. Por otro lado, las fuerzas “naturales” como las del mercado emergieron como las más eficientes y prácticas para dar soluciones y garantizar el bienestar general: “solo puede subsistir con el balón de oxígeno que le proporcionan ‘poderes fácticos’, externos al sistema político que la antipolítica aborrece y busca demoler” (pg. 22).

La forma en la que los peruanos y peruanas construimos y ejercemos nuestra ciudadanía guarda una profunda huella de aquellos veinte años de violencia. El temor, la desconfianza, nuestra forma de experimentar el espacio público y pensar lo colectivo tienen marcas indelebles de una época en la que los toques de queda, los cochebombas y las desapariciones eran parte de la cotidianidad. La guerra terminó, para gran parte de los peruanos, en el 2000, sin embargo, no solo las heridas profundas de la violencia nos siguieron marcando, también los símbolos y prácticas que construimos para lidiar con ella.

El silencio se ha convertido para muchos en la manera con la que se convive con el dolor y el temor del pasado violento. Por ejemplo, en una investigación realizada en el 2014 en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y la Universidad San Cristóbal de Huamanga[3], encontramos que, en líneas generales, existe poco interés por abordar el conflicto armado interno en clases o trabajos; existen narrativas confusas o contradictorias sobre el pasado de ambas universidades; silencios por parte del propio sistema de educación básica y las familias; y un profundo proceso de estigmatización que afecta a docentes y estudiantes por igual y que transita por discursos oficiales, medios de comunicación y sentidos comunes (Jave ét. Al. 2014: 177-192). Incluso en los silencios y sanciones sociales, el conflicto sigue presente a pesar de haber culminado hace diecinueve años.

Pero, volvamos a esa idea de que la guerra ocurrió entre 1980 y 2000; analicémosla más profundamente y cuestionémosla. La Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) marca de manera definitiva el desarrollo del conflicto armado a las dos últimas décadas del siglo pasado. Lo que parecemos olvidar dentro de nuestro imaginario de Nación es que ciertos distritos y provincias del país nunca dejaron de estar en estado de emergencia, por el contrario, llevan entre dos y tres décadas de renovaciones ininterrumpidas de Decretos Supremos que restringen el ejercicio de derechos y permiten el uso de la fuerza por parte de agentes del Estado.

Debemos preguntarnos ya no solo por las heridas del pasado y las víctimas que veinte años de guerra produjeron, sino también por el impacto que esta sigue teniendo en regiones como las de los Valle de los ríos Apurímac, Ene y Mantaro (VRAEM). ¿Cuál es la experiencia de los peruanos y peruanas que viven en distritos como Mazamari o Pangoa? ¿Cómo conviven los niños entre la experiencia de la escuela y los sobrevuelos de helicópteros de las Fuerzas Armadas? En suma, ¿cómo se ejerce la ciudanía en lugares en los que la normalidad es la restricción de derechos?

Solemos pensar que la memoria sobre el pasado reciente se restringe a las generaciones que vivieron y sufrieron la violencia de la guerra interna, o aquella generación como la mía que recuerda la toma de la residencia del embajador de Japón. En ese esquema, las generaciones más jóvenes aprenderán, por azar o algo de suerte, sobre el conflicto armado interno al pasar por el sistema educativo. Pero, ¿qué ocurre con las generaciones que han crecido con la violencia armada normalizada? Y no me refiero a aquellos que crecieron en la década de 1980, si no a los niños y niñas que hoy, en pleno 2019, viven junto a bases militares activas, patrullas armadas, y retenes en las vías.

Hace algunos años, la Central Asháninka del Río Ene (CARE) llamó a su muestra fotográfica presentada en Lima como “El pasado que no pasa” con el objetivo de resaltar cómo las consecuencias del conflicto armado seguían marcando la vida de sus comunidades. El pasado no pasa no solo porque las heridas siguen abiertas, tampoco pasa porque las razones que originaron aquellas heridas siguen existiendo, siguen siendo parte de la vida de las personas. Y mientras el pasado no pase, las personas seguirán luchando para tener una vida mejor, con más justicia y verdad, porque aquellas personas cuya ciudadanía les es negada y el ejercicio de sus derechos les es suspendido, no son pasivos frente a la desigualdad y construyen sus vidas dándole respuesta a situaciones que muchos de nosotros solo leemos en libros, vemos en películas o recordamos con dolor y distancia.

Pero el pasado tampoco pasa para miles de familias que siguen buscando a sus seres queridos, a más de veinte mil peruanos y peruanas que desaparecieron en las décadas de 1980 y 1990[4]. Las socias de la Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecido del Perú (ANFASEP) no solo se han convertido en un símbolo de lucha por los derechos humanos en nuestro país, se han tornado, también, en agentes activas de cambio, constituyéndose como ciudadanas desde los márgenes del Estado[5]. En los treinta años que llevan de lucha, han logrado ocupar el espacio público y con su presencia marcar la ausencia de sus seres queridos. En el proceso, han logrado ejercer su ciudadanía incluso en los peores años de la guerra y frente a un Estado que les daba la espalda. Tanto de manera individual como colectiva, la guerra persiste en sus vidas, la búsqueda no es en vano; la búsqueda no solo es de sus familiares, es también por verdad y justicia: “los familiares […] procesan la desaparición a partir de la relación entre lo individual y lo colectivo, desde una acción cargada de sentido que construye ciudadanos y, por lo tanto, cuerpos políticos que interpelan al Estado, ampliando sus márgenes y rehusándose a ser descartados” (Cépeda Cáceres 2019: 181).

Los tiempos de la guerra son tiempos difusos, difíciles, liminales; podemos tratar de marcar su inicio, el final es una tarea mucho más compleja. Las décadas de 1980 al 2000 son una arbitrariedad, una arbitrariedad fundamentada en evidencias, pero, al final de cuentas, una arbitrariedad aun para muchos peruanos y peruanas. Sin embargo, son una arbitrariedad sobre la que el Perú ha avanzado y sobre la que hemos construido pasos para reparar a las víctimas. Los tiempos de la guerra no son iguales para todos; la violencia se transforma, se perpetúa y nos atraviesa. Somos parte, hijos y herederos del conflicto armado y, por lo tanto, resulta difícil pensar el país desde el silencio cómplice de muchos actores de la guerra que busca que olvidemos. Los tiempos de la guerra acabaron y siguen presentes y, por esta razón, hablar de ellos seguirá siendo una tarea en pasado y presente que deberemos seguir haciendo.


[1] Magíster en Antropología por la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP) y licenciado en Antropología PUCP; especializado en memoria y justicia transicional, conflicto armado interno peruano, y derechos de los pueblos indígenas. Tiene experiencia en proyectos de investigación en organizaciones académicas y no-gubernamentales de derechos humanos. Actualmente es docente de la Sección Antropología del Departamento de Ciencias Sociales PUCP. Asimismo, es coordinador de Investigaciones e Incidencia del Centro de Investigaciones Sociológicas, Económicas, Políticas y Antropológicas (CISEPA) de la PUCP; tutor de la Maestría en Derechos Humanos de la misma universidad; miembro del Grupo Interdisciplinario sobre Memoria y Democracia, y del Comité Ejecutivo de la Sección Perú de Latin American Studies Association. Correo: mario.cepeda@pucp.edu.pe

[2] Degregori, C. I. (2012). La década de la antipolítica. Auge y caída de Alberto Fujimori y Vladimiro Montesinos. Lima: IEP.

[3] Jave, I., Cépeda, M. y Uchuypoma D. (2014). Entre el estigma y el silencio: memoria de la violencia entre estudiantes de la UNMSM y la UNSCH. Lima: IDEHPUCP, KAS.

http://repositorio.pucp.edu.pe/index/bitstream/handle/123456789/110816/2014-%20Entre%20el%20estigma%20y%20el%20silencio.%20Memoria%20de%20la%20vio%c3%b1encia%20entre%20estudiantes%20de%20la%20UNMSAM%20y%20la%20UNSCH.pdf?sequence=1&isAllowed=y

[4] Ministerio de Justicia y Derechos Humanos (2019). Informe de evaluación anual 2018. Plan operativo institucional del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos. Lima: MINJUS.

https://www.minjus.gob.pe/wp-content/uploads/2019/03/INFORME-DE-EVALUACION-ANUAL-2018-POI-2018.pdf

[5] Cépeda Cáceres, M. (2019). Muerte e incertidumbre en Ayacucho: un estudio sobre el no-cuerpo y sus técnicas entre familiares de personas desaparecidas durante el conflicto armado interno peruano. Lima: PUCP.

http://hdl.handle.net/20.500.12404/14373