Jackeline del Pilar López Ruiz
Bachiller en Derecho por la Universidad Nacional Mayor de San Marcos, miembro principal del Taller de Derecho Procesal Penal “Florencio Mixán Mass” por la misma Casa de Estudios. Actualmente, asociada del Estudio Valverde Morales & Marticorena.
“Una reintegración social del condenado significa, por lo tanto, ante todo corregir las condiciones de exclusión de la sociedad activa de los grupos sociales de los que provienen, para que la vida postpenitenciaria no signifique simplemente, como casi siempre sucede, el regreso de la marginación secundaria a la primaria del propio grupo social de pertenencia y desde allí una vez más a la cárcel”
Alessandro Baratta
En el Perú, se evidencia una postura muy definida en cuanto a restringir y con ello, limitar las herramientas jurídicas que bien podrían coadyuvar a una correcta resocialización. Desde el incremento excesivo de los márgenes punitivos, la clasificación negativa de delitos denominados como graves, la extensión del catálogo de delitos sin beneficios penitenciarios, hasta la ausencia de involucramiento en las actividades de reinserción por parte de la comunidad.
La pregunta inmediata que procedemos a formular es la siguiente: ¿La cárcel resocializa? Desde la perspectiva de la prevención especial positiva[1], se avala el proceso de resocialización a través de la pena; sin embargo, cada vez se afianzan mucho más las corrientes que denotan una posición pesimista sobre nuestras cárceles peruanas.
La prisión tiene su origen no como se entiende actualmente, sino que ha venido evolucionando en el transcurso del tiempo: ha dado un giro sorprendente. Inicialmente, fue empleada como un refugio temporal; es decir, eran considerados como mecanismo de guardia de los reclusos. La prisión sería algo así como una sala de espera a la muerte.
“Durante muchos siglos la prisión no ha servido para otros fines fuera de los de custodia de los sujetos que esperaban ser juzgados o sometidos a tortura”[2]. Podemos denominar a esta primera etapa de la prisión como mecanismo de custodia.
Luego, en algún momento de la historia, utilizaron a los internos, como objeto de la economía y fue entendida como mano de obra barata. Las penas físicas de los internos eran ahora reemplazadas por explotación laboral no remunerada. “El trabajo forzado y la manufactura penal aparecerían con el desarrollo de la economía mercantil. Pero al exigir el sistema industrial un mercado libre de mano de obra, la parte del trabajo obligatorio tuvo de disminuir en el siglo XIX en los mecanismos de castigo y fue sustituida por una detención con fines correctivos”[3].
Más adelante, verificamos cierto consenso en considerar que el origen de la pena privativa de libertad como sanción penal estatal, aparece en los decretos penales medievales italianos[4]: la prisión fue considerada como un enfoque de reacción –o actividad– del Estado frente a las conductas ilícitas. Es una época de la pena que se ha mantenido hasta la actualidad: la pena como objeto de regulación de las normas penales.
A pesar de todo lo anterior, la proyección del empleo de la prisión como un mecanismo que apunta a la resocialización o –más preciso– reintegración social, no puede ni debería relegarse, sino más bien, desde la identificación de los fracasos obtenidos, reconstruir. No construir sobre la base y camino conocidos, sino con el aprendizaje que nos ha heredado dicho proceso. Es menester precisar que, no se trata de un trabajo perpendicular a los esfuerzos relativamente truncos sobre las políticas penitenciarias de resocialización, sino más bien, adyacentes a esta.
Ahora bien, de conformidad con este planteamiento, es imperativo establecer límites y metas que signifiquen una estrategia sobre el destino de nuestras cárceles. Debemos apuntar al reduccionismo de las prisiones a mediano plazo y al abolicionismo, a largo plazo[5]. En definitiva, “las cárceles latinoamericanas se han consolidado como un depósito de cuerpos, cuya resignación alcanza solo a ‘pasar el tiempo’ soslayando la bizarra esperanza de la resocialización”[6]. En esa línea, carece de toda lógica y coherencia acumular personas en la prisión y a la vez querer resocializarlas.
Como botón de muestra de la situación crítica con el hacinamiento carcelario, podemos citar el casi reciente Decreto Legislativo Nº 1513[7], expedido en el contexto de pandemia, que verifica la existencia del abuso de la prisión preventiva. Lo que propone un extremo de este Decreto es disponer la cesación de la prisión preventiva para aquellos delitos de mínima lesividad; esto es, aquellos no consignados en el amplio catálogo de delitos denominados graves, sin reparar previamente que estos procesados más bien son los que nunca debieron estar en prisión.
Una de las principales consignas; por tanto, debe recaer en implementar y aplicar mejores instituciones legales para que se deje de normalizar los excesos en la imposición de medidas como la prisión preventiva o pena privativa de libertad, analizando en primer orden, alternativas a estas. No profesamos posturas que busquen excarcelar sin criterio a todo aquel que se encuentre en prisión, como tampoco su límite opuesto, sino más bien evaluar previamente qué medida o pena proporcionalmente les corresponde.
En substancia, un instrumento efectivo para lograr las metas propuestas recae en privilegiar las medidas alternativas a la prisión en los casos que estrictamente correspondan, la aplicación de la conversión de penas u otras que permitan el descongestionamiento carcelario. Igual de importante es invertir en un mayor fortalecimiento de los Establecimientos de Medio Libre del Instituto Nacional Penitenciario, como pilar fundamental del tratamiento postpenitenciario que asegure un egreso efectivo y evite la reincidencia delictiva por parte del liberado.
En ese sentido, es menester incentivar dicho tratamiento cuya expresión debe presentarse en forma de oportunidades –laborales o educativas– que faciliten una ocupación constante de los internos y no, una manifestación más de la disciplina penitenciaria. Sobre esto, es ampliamente sabido que las cárceles tienen un cariz jerárquico y/o militarizado donde los tratamientos penitenciarios vienen se manifiestan como sanciones, sin más.
Nuestra propuesta; en suma, tiene como proyección reconocer a nuestras cárceles como un problema social y no solo estructural de las autoridades, que además es consecuencia de políticas públicas fallidas, en el que no hemos participado activamente. Una idónea y efectiva integración debe partir con la constitución compacta del trinomio Estado- interno- sociedad. Con mayor acentuación en esta última, sensibilizándola, capacitándola e incluyéndola progresivamente en los planes de acción establecidos. Mostrar transparencia de este proceso de transición de la indiferencia y el desdén hacia la contribución y cooperación es trascendental.
Referencias
[1] Parma, Carlos. (2015). Violencia, seguridad y miedos en el universo del Derecho penal. En: Estudios de Política criminal y Derecho penal. Actuales tendencias. Tomo I. (dir.) Ángel Gaspar Chirinos y Raúl E. Martínez Huamán. Lima: Gaceta Jurídica, p. 357.
[2] Tamarit, Josep. (1996). Curso de Derecho Penitenciario. Barcelona: Cedecs, p. 28.
[3] Foucault, Michael. (1975). Vigilar y castigar. Nacimiento de la prisión. París: Siglo XXI, p. 34.
[4] Pastor, Rodolfo. (2012). La judicialización de la ejecución de la pena. Lima: San Marcos, p. 49.
[5] Baratta, Alessandro. (1990). Resocialización o control social. Ponencia presentada en el seminario “Criminología crítica y sistema penal”, organizado por Comisión Andina Juristas y a la Comisión Episcopal de Acción Social, p. 3.
[6] Parma, Carlos. (2015). Violencia, seguridad y miedos en el universo del Derecho penal. En: Estudios de Política criminal y Derecho penal. Actuales tendencias. Tomo I. (dir.) Ángel Gaspar Chirinos y Raúl E. Martínez Huamán. Lima: Gaceta Jurídica, p. 357.
[7] Decreto Legislativo que establece disposiciones de carácter excepcional para el deshacinamiento de Establecimientos Penitenciarios y Centros Juveniles por riesgo de contagio de virus COVID-19, de fecha 04 de junio de 2020